Niños de Chicago atrapados en caos de represión migratoria

Publicado: 29 oct 2025, 12:07 GMT-4|Actualizado: hace 5 horas
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CHICAGO (AP) — El niño de 2 años estaba tan asustado que tartamudeó.

“Mami, mami, mami”, repitió, aferrado a ella.

Su madre, Molly Kucich, compraba víveres cuando la llamó su esposo, presa del pánico. Ella escuchó: “Redada migratoria”. Luego: “Gas lacrimógeno”.

Abandonó el carrito con sus comestibles y condujo a toda velocidad hacia su hijo pequeño y su hermano de 14 meses, quienes, en ese cálido viernes de octubre, se encontraban entre los cientos de niños de Chicago atrapados repentinamente en el caos de la represión migratoria del gobierno de Trump.

Padres, maestros y cuidadores han lidiado desde entonces sobre cómo explicar a los niños lo que ven: cuánto decirles para que sepan lo suficiente para mantenerse a salvo, pero no demasiado como para robarles su infancia. Un niño pequeño no debería saber qué es una granada de gas lacrimógeno, dijo Kucich.

“No sé cómo explicar esto a mis hijos”.

Los niños jugaban en los pasamanos afuera de la Escuela Primaria Funston justo antes del mediodía del 3 de octubre, cuando una camioneta SUV blanca pasó por su calle en Logan Square, un barrio históricamente hispano que desde hace años está en constante gentrificación.

En los autos que la seguían, los conductores tocaban la bocina para alertar a los vecinos de que esos eran agentes federales. Una motoneta se detuvo frente a la camioneta en un intento por bloquearla. No hubo protestas masivas y algunos maestros que caminaban para almorzar al principio no se dieron cuenta de lo que sucedía.

De repente, botes de gas lacrimógeno volaron desde la ventanilla de la camioneta SUV.

La nube de gas se elevó, primero blanca, luego verde, y la calle estalló en un pandemonio. Algunas personas corrieron. Otras gritaron a los agentes que se fueran. Las sirenas sonaron hacia ellos. Los padres se saltaron las señales de “stop” (alto) y condujeron incluso por las aceras para llegar hasta sus hijos.

El hijo de Kucich estaba a media cuadra y almorzaba junto a la ventana del Cafe Luna y Cielo Play, donde los niños aprenden español mientras se divierten con comida y autos de juguete. Su niñera lo lleva allí casi todos los días. Hizo sus mejores amigos en ese café y su hermano pequeño dio sus primeros pasos allí.

La dueña, Vanessa Aguirre-Ávalos, corrió al exterior a ver qué pasaba, mientras las niñeras de los niños los llevaban a toda prisa a una habitación trasera. Aguirre-Ávalos es ciudadana y las niñeras —abuelas hispanas— son ciudadanas o tienen permiso legal para trabajar en Estados Unidos.

Aun así, estaban aterrorizadas. Una le rogó a Aguirre-Ávalos: “Si me llevan, por favor, asegúrate de que los niños lleguen sanos y salvos a casa”.

La camioneta SUV finalmente se alejó, la nube de humo se disipó y llegaron los padres. “¿Qué pasa?”, gritó una niña, una y otra vez.

El hijo de Kucich, quien es blanco, ahora se preocupa por su niñera, una ciudadana estadounidense de origen guatemalteco. Le pregunta dónde está y cuándo llegará. Se sobresalta al escuchar las sirenas. Su madre llamó al pediatra para que la derivara a un terapeuta.

Andrea Soria, cuya hija de 6 años también juega en Luna y Cielo, la escuchó susurrarles a sus muñecas: “Tenemos que portarnos bien o nos atrapará el ICE”, las siglas en inglés del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas.

“Estos niños están traumatizados”, dijo Aguirre-Ávalos. “Incluso si el ICE deja de hacer lo que hace ahora mismo, la gente va a estar traumatizada. El daño ya está hecho”.

“Tuve que actuar como si no pasara nada”

Era un hermoso viernes, así que Liza Oliva-Perez, maestra de quinto grado, caminó hacia la tienda de comestibles del otro lado de la calle para almorzar.

Notó que un helicóptero sobrevolaba, luego la camioneta SUV con una fila de autos tras ella que tocaban la bocina.

Esa mañana, otra maestra le había dado un silbato con instrucciones de que lo tocara si había agentes de inmigración en el vecindario.

Oliva-Perez se llevó el silbato a los labios con torpeza, y justo en ese momento la ventanilla de la camioneta bajó y un hombre enmascarado dentro lanzó una granada de gas lacrimógeno.

“No podía imaginar lo que sucedía”, dijo Oliva-Pérez. Luego él lanzó otra, esta vez en dirección a ella.

El Departamento de Seguridad Nacional declaró en un comunicado que los agentes de la Patrulla Fronteriza se vieron “impedidos por manifestantes” durante una una operación específica de aplicación de la ley en la que un hombre fue arrestado.

La represión en Chicago, denominada “Operation Midway Blitz” (Operación Relámpago Midway), comenzó a principios de septiembre. Agentes enmascarados y armados en camionetas sin identificación patrullan los vecindarios, y los residentes han protestado de distintas maneras contra lo que consideran un sitio a su ciudad. Agentes irrumpieron en un complejo de apartamentos en helicóptero en plena noche. Han detenido a ciudadanos estadounidenses, incluidos funcionarios electos. Un agente disparó e hirió a una mujer que presuntamente usó su auto para dejarlos acorralados. Los manifestantes han sido atacados con gas lacrimógeno y les han disparado con municiones no letales de gas irritante. El presidente Donald Trump quiere desplegar a la Guardia Nacional.

El Departamento de Seguridad Nacional escribió que a sus agentes los aterrorizan: “Nuestros valientes oficiales enfrentan un aumento repentino de agresiones en su contra, lo que provoca ataques de francotiradores, el uso de vehículos como armas contra ellos y agresiones por parte de alborotadores. Esta violencia contra las fuerzas del orden debe TERMINAR. No nos dejaremos disuadir por alborotadores ni manifestantes en nuestra lucha para mantener seguro a Estados Unidos”.

El comunicado decía que, en Logan Square, los agentes lanzaron gas lacrimógeno junto con proyectiles irritantes “tras repetidos intentos verbales de dispersar a la multitud”.

Oliva-Perez estaba a pocos metros en la acera y no los oyó decir nada. Los videos muestran autos y a la motoneta que intentan bloquear a la camioneta SUV, y a algunos peatones que abuchean a los oficiales.

Oliva-Perez corrió hacia la escuela y gritó al personal que llevara a los niños al interior.

“Realmente me impactó”, dijo. “Aquí estoy yo, una ciudadana estadounidense, una maestra, y me trataron como a una delincuente común”.

Temblaba cuando llegó a su clase de 25 estudiantes, que querían saber qué acababa de ocurrir. Todos son hispanos y ella sabe que tienen conversaciones angustiosas en casa: a quién llamarán si sus padres desaparecen, a dónde irán. Oliva-Perez se convirtió en maestra hace seis años, después de que su hija se suicidara a los 16 años de edad. Quería ayudar a los niños a sentirse queridos y seguros. Nunca pasó un momento tan duro como el de esa tarde.

“Tuve que actuar como si no sucediera nada”, expuso. “No quiero que piensen: ‘Si la señora Oliva tiene miedo, yo también lo tendré’”.

Durante toda la tarde, ella y los demás maestros les dijeron a los niños que todo estaba bien. Pero todos temían la campana al final del día. Tendrían que llevar a los estudiantes afuera y no sabían qué les esperaba: ¿Hombres enmascarados? ¿Más gas lacrimógeno?

Maria Heavener, maestra de primer grado, difundió en los chats grupales comunitarios que la escuela necesitaba ayuda.

Cuando sonó la campana de salida, acompañó a sus estudiantes al exterior. En todas direcciones, los vecinos estaban alineados en la acera, decenas de ellos. Allí de pie había personas que nunca se habían considerado activistas, ni siquiera particularmente políticos. Estaban furiosos y escudriñaban las calles en busca de camionetas SUV sin identificación y hombres enmascarados. Se apuntaron para volver cada mañana y tarde.

“No debes meterte con los niños. No debes acercarte a las escuelas”, dijo Heavener. “Sea cual sea tu agenda, eso se siente como (algo) que cruza muchos límites”.

“Nuestro color de piel nos define”

Dos niños pequeños que pasaban por la tienda de regalos de Evelyn Medina, al lado de la escuela, se abrazaron con tanta fuerza que clavaron sus dedos en las manos del otro. “¡Estaban tan asustados!”, expresó Medina, quien llora al recordar cómo se veían al salir de la escuela ese día. “Era realmente difícil verlo, imaginar lo que pasaba por sus mentes de pequeños”.

Medina, una ciudadana de 43 años, comprende el miedo que enfrentan estos niños: Llegó a Estados Unidos desde México a la edad de 8 años. De niña, le preocupaba que alguien se llevara a sus padres.

Notó que la gente recogía a varios niños ese día como un favor para sus amigos y vecinos que tenían demasiado miedo de salir de sus casas. Un padre metió a siete niños en una camioneta pequeña. Una niña de 13 años lloró cuando vio a un vecino allí para recogerla. Su madre suele ir por ella, pero ese día, no.

Cuando esa niña llegó a casa, le dijo a su madre que creía que la casa podría estar vacía, que tal vez agentes habían estado allí y se la habían llevado.

Su madre no tiene estatus legal permanente y pidió que su nombre no se utilizara por miedo a ser objeto de deportación. Su mayor temor es ser separada de sus hijos.

Esta aprensión que recorre esta comunidad ya no se limita a las familias sin estatus legal permanente.

Una madre, cuyo hijo de 12 años estaba en la escuela ese día, ahora se despierta sobresaltada cada mañana a las 4 a.m., con la cabeza palpitante y el corazón acelerado. Revisa las redes sociales con frecuencia para ver si alguien ha visto a la Patrulla Fronteriza o al ICE: otro ataque con gas lacrimógeno; otra redada; un chico de 15 años —ciudadano estadounidense— detenido.

Ella y su hijo son ciudadanos, pero pidió que solo se usara Ava, su nombre de pila, porque teme que tener ciudadanía no importe.

“Nuestro color de piel nos define”, dijo.

Su hijo llora constantemente: “No quiero perder a mis abuelos”, y se ha ofrecido a llevarles comestibles para que puedan quedarse en casa. Ella lucha por encontrar el equilibrio entre dejarlo ayudar sin agobiarlo y sin hacerlo crecer demasiado rápido.

“Perderlos, eso lo destrozaría de por vida”, agregó. “Su pregunta es siempre: ‘¿por qué?’, ‘¿Por qué?’. Yo no sé por qué”.

“Siempre estaremos en la mira”

Vanessa Aguirre-Ávalos ahora mantiene la puerta cerrada en el café Luna y Cielo, y lleva su silbato como un collar siempre listo.

Cuando oye la bocina de un auto, entra en pánico. ¿Ocurre otra vez?

Ese día, corrió dentro y fuera de su tienda para llevar leche y vinagre para ayudar a que la gente se limpiara de la cara los residuos de gas lacrimógeno y agentes irritantes. Tosió durante dos días.

Su barrio se ha convertido en un símbolo de lo que sucede cuando los niños se ven atrapados en el fragor de acciones federales agresivas, a veces violentas. Randi Weingarten, presidenta de la American Federation of Teachers (Federación Estadounidense de Maestros), habló fuera de la escuela unos días después: “Para poder educar a los niños, debemos protegerlos. Tenemos que crear un entorno seguro y acogedor. Eso es lo que somos como educadores. Eso es lo que los educadores siempre han sido”.

Ahora, cada poste de servicios públicos está cubierto de calcomanías contra el ICE e instrucciones sobre qué hacer en caso de detención. “El ICE LANZÓ GAS LACRIMÓGENO EN ESTE VECINDARIO”, se lee en una. “Nadie está a salvo a menos que todos lo estemos”.

Aguirre-Ávalos, quien creció en este vecindario, nació en Texas, hija de madre mexicana, y considera mudarse a ese país. Le cuesta imaginar un futuro en Chicago o en cualquier otro lugar de Estados Unidos para sus hijos, un niño de 8 años y una niña de 14.

“No nos quieren aquí”, dijo Aguirre-Ávalos en referencia a su propio gobierno. “Siempre estaremos en la mira”.

Abrió Luna y Cielo hace dos años para que fuera un lugar divertido donde los niños aprendieran español y para ayudar a la próxima generación a amar el idioma. Ahora su negocio sufre y no está segura de poder pagar el alquiler de este mes.

La gente se queda en casa, con las cortinas cerradas. Los parques infantiles están silenciosos. La vendedora de helados de la esquina ya no sale. Todos tienen miedo.

Programó una sesión guiada de escritura en diario personal con los padres. Llevará a una terapeuta hispanohablante para que hable con las niñeras.

“Esto no es vida”

Una de las niñeras, quien cuida a dos hermanas pequeñas, ya no usa pijama para dormir. Duerme vestida, incapaz de descansar bien por la noche.

“Esto no es vida. Esto no es vivir”, expresó.

Se levanta todas las mañanas antes de las 4 a.m. y se arrodilla para rezar.

Es abuela de cinco nietos y bisabuela de dos, y tiene permiso legal para trabajar en Estados Unidos. Habló con la condición de que no se utilice su nombre porque le preocupa lo que pueda pasarle a ella y a su familia, así como a las niñas de 2 y 3 años a su cargo.

“Si estoy caminando con ellas y me agarran, ¿qué hago?”, preguntó. “No puedo dejarlas solas”. No había sentido tanto miedo en 31 años, desde que huyó de El Salvador para escapar de la guerra y la violencia.

“Ya vivimos esta guerra una vez”, dijo su amiga, la niñera que cuida a dos hermanos.

Esa niñera dejó Guatemala hace 33 años, también para escapar de la guerra y la constante amenaza del peligro.

Es ciudadana estadounidense y ahora siempre lleva su pasaporte consigo. Pidió que no se revelara su nombre porque algunos de sus familiares no son residentes legales. Ayuda a pagar el alquiler y a comprar comestibles para otra familia porque tienen demasiado miedo de ir a trabajar.

Teme que los agentes de inmigración la detengan cuando esté con los niños. No quería que la vieran sollozar el 3 de octubre. Pero una vez que los niños llegaron a casa, ella se subió a su auto y lloró.

Condujo hasta su iglesia, encendió una vela y rezó.

Le pidió a Dios que protegiera a todos los inmigrantes, y a todos los niños.

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Contribuyeron a esta nota la corresponsal Sophia Tareen, la fotógrafa Rebecca Blackwell y la videógrafa Laura Bargfeld.

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